Padre Fernando Pascual L.C.
Ha llegado la hora del combate. La tropa avanza. Tanques y soldados, cañones y generales, disparos y gritos. Todo está orientado a destruir, herir, matar al “enemigo”.
En la retaguardia, un grupo de hombres y de mujeres espera. Están allí para atender a heridos, para consolar a desesperados, para dar medicinas y un bálsamo de consuelo a quienes pierden sangre, a quienes han quedado sin brazos o sin piernas, a quienes quizá en pocas horas dejarán de vivir en este mundo de injusticias...
Convencer es vencer juntos
“A mí no me convence nadie. Yo he leído mucho y no dejo mis ideas por nada”.
Cuando queremos enseñar nuestra fe a personas que no creen, a veces nos encontramos con respuestas como las anteriores. Algunos, además, añaden: “No pierdas tu tiempo. Estudié en una escuela católica y fui a catequesis. Ya me sé todo lo que hay que saber sobre la Iglesia, y no me interesa en absoluto”.
Ante la injusticia
Quienes trabajan con niños lo saben: perdonan todo, menos una injusticia.
También a los mayores nos cuesta mucho perdonar una injusticia. Quizá incluso nos cuesta más cuando la vemos en otros que cuando nos toca ser nosotros mismos víctimas.
Suenan de nuevo los tambores de guerra. Todos la temen, pero basta con pocos para que el odio enfrente, nuevamente, a miles de hombres de países y lenguas distintas. En el campo de batalla los soldados sentirán miedo. En las ciudades y en los pueblos, los civiles sufrirán nuevamente ante la "inteligencia" de las bombas que caen donde no deben. Muchas esposas y muchos hijos no sabrán si mañana llegará la noticia de la muerte del esposo o del padre que está allá, lejos, luchando una guerra que quizá nunca quiso.
Con un poco de prudencia
“Detente, no tengas prisas”. “¿Tienes de verdad claro lo que vas a hacer?”. “Piénsalo bien, no sea que al final tengas que arrepentirte”. “Lo importante madura lentamente”. “No sigas el consejo de lo fácil. Escucha la sabiduría de las canas”.
Estos y otros consejos parecidos nos llegan una y otra vez para invitarnos a vivir una virtud que resulta central para toda vida humana: la prudencia.
Nuestra vida corre veloz, va de un lado para otro. Hay momentos en los que se asemeja a una montaña tranquila: todo ocupa su lugar, nada da muestras de querer cambiar. Otros instantes somos arrastrados de un sitio para otro, como el viento, hasta el punto que creemos que en cualquier instante se va a romper nuestro frágil equilibrio interior y saltará en mil pedazos el cristal que dibuja nuestra imagen ante los demás y ante nosotros mismos.
Llegó el momento tan temido: una enfermedad, un accidente, una mutilación. La vida, hasta ahora, avanzaba tranquila, llena de ocupaciones y de planes. De repente, algo hizo su aparición. Y todo, absolutamente todo, empezó a ser distinto.
La ética inicia allí donde se reconoce que no todos los deseos son buenos, cuando descubrimos que hace falta discernir entre deseos buenos y deseos malos. Así de fácil y así de difícil...
En la familia la ética se vive de modo espontáneo. Los padres observan al hijo pequeño y lo apartan del fuego, de un insecto peligroso, de esa manía que le hace pasar cualquier cosa extraña por la boca.
Para establecer un programa educativo tenemos que partir de una idea de hombre. Esto implica dos cosas: primero, tener claro lo que significa ser miembro de la especie humana; segundo, acertar en la mejor manera de educar a cada niño que empieza su camino educativo hacia su plenitud humana.