Padre Fernando Pascual L.C.
En el cielo están inquietos. Varios ángeles han llegado con mensajes dramáticos de jóvenes que no encuentran el apoyo de sus padres a la hora de seguir la vocación de Dios al sacerdocio o a la vida consagrada.
“¿Por qué, Dios mío, mis padres no quieren que sea sacerdote?” “Mi madre me ha dicho furiosa que no desea saber nada de mi vocación”. “Ayúdame, Jesús, a encontrar fuerzas para hacer lo que Dios quiere de mí”. “¿Cómo puedo decirle a mis padres que Dios me quiere carmelita?”
Bebo una cerveza. ¿Por qué? Quizá porque tengo sed, o para ganar una apuesta, o simplemente porque he visto que mañana estará “caducada” y no quiero que se tire. Veo una película con el video, quizá para descansar después de una discusión con un hijo, o porque me la ha recomendado un amigo, o porque estoy enfermo y ya no sé qué hacer en la cama. Voy a ver a un amigo al hospital, tal vez porque me ha tratado siempre bien, o porque sé que está solo, o porque me lo han pedido sus familiares.
Grupos de presión trabajan para que los estados y los organismos internacionales redefinan la idea de matrimonio. Ya no se trataría de la unión de un hombre y de una mujer, sino de lazos de afectos más o menos estables y con ciertas tutelas jurídicas entre dos personas (da igual el sexo que tengan).
En el pasado había hombres o mujeres que buscaban tener un hijo a cualquier precio. Si “hacía falta”, recurrían a graves injusticias: a la violencia sexual dentro del matrimonio, al adulterio, al divorcio para “probar” con otra pareja. Pero la ética y el derecho nos dicen, con firmeza, que nunca algo bueno (el nacimiento de un hijo) puede permitir el uso de medios injustos.
El abuelo, un día, le dice al nieto lo que piensa: “Tú y tu esposa hacéis trampas. Después de cuatro años de casado ya deberíais tener uno o dos hijos”.
Los abuelos son así: dicen lo que piensan con total libertad. A los padres, en cambio, les da un poco de miedo, sobre todo para no parecer entrometidos y para no hacer el papel del “suegro malo”. El problema es que a veces lo que dicen los abuelos duele como verdades que nos ponen ante problemas nada fáciles.
Es lo más normal del mundo que existan conflictos en la vida matrimonial. Como también debería ser normal superar esos conflictos con una buena dosis de amor.
Los ojos de una niña
Aquel sacerdote había quedado con una herida profunda en el corazón. Deseaba hablar, gritar, moverse, buscar mil maneras para cambiar las conciencias... Al final, tomó un pedazo de papel y escribió, con pulso ágil, lo que desbordaba en su interior, como un chaparrón de ideas que quizá algún día podrían ser de ayuda para alguien.
Papá y mamá se han ido a la cama, y, cuando van a apagar la luz, se asoma, por la puerta entreabierta, la cabecita morena de Juanín. “¿Me puedo acostar con vosotros?”. Mamá no puede decir que no, aunque quizá papá, que está más cansado, parece que levanta las cejas como para decir: “ya empezamos...”
Papá y mamá se han ido a la cama, y, cuando van a apagar la luz, se asoma, por la puerta entreabierta, la cabecita morena de Juanín. “¿Me puedo acostar con vosotros?”. Mamá no puede decir que no, aunque quizá papá, que está más cansado, parece que levanta las cejas como para decir: “ya empezamos...”
La discoteca es, para muchos, un mundo de ficción y de emociones, de música, cerveza, bailes y, algunas veces, también de drogas. Todo pasa muy rápido en una sala de luces y sombras, de encuentros y separaciones, de gritos y de fiesta.